martes, 13 de julio de 2010
ÇA BRÛLE
Livia es una adolescente fascinante: a veces huraña, performativa, melodramática, juguetona o criminal incluso. Hermosa, sensual, parece que ha caído a la tierra al principio del filme –y no de su caballo que la ha tirado-, pero esto no es así: Livia es un producto de la tierra, una manzana fresca, rotunda y dulce. Y así parece que la ve Jean, el hombre que la ayuda a reponerse, un bombero de la zona. Ahora su letárgico y paciente entrenamiento del caballo que odia su madre parece tener un nuevo sentido, encima de él parece que puede buscar a ese hombre que no le llama, escapara de los chiquillos del pueblo que su burlan de su incipìente atractivo, molestar y llamar la atención de los adultos deteniéndoles el paso en las carreteras o entrando a sus jardines con piscina para espantar a los bebés en sus chapoteadotes. Al despedirse forzadamente del caballo, el calor que cae a plomo sobre Provenza no será nada en comparación al ardor que va escociendo a Livia ese amour fou que siente por Jean y que no puede ser recíproco, pero que pude culminar en tragedia.
Livia, la protagonista de Ça Brule de Claire Simon, es un retrato femenino de crecimiento hecho por otra mujer, subvirtiendo los estereotipos ya aburridos de la adolescente cinematográfica (casi siempre una chica romántica con ideales mal entendidos de la vida, que habrá de obtener una lección de su guionista patrocinador), para ser sustituidos por momentos que parecen susurros visuales: movimientos tenues de cámara que describen las sensaciones del cuerpo de la protagonista; close ups acariciantes sobre los rostros y las nucas de los protagonistas; limpidez de captura del calor de los cuerpos, su humedad y sus texturas: la sensualidad de la desnudez masculina –toda inocencia en un baño o un chapoteadero-, o femenina –toda construcción al vestirse para salir a encontrar a Jean o al desvestirse después de una sesión de besos con su mejores amigo y amiga. Un discurso visual sin morbo, gozoso.
Simon es una joven realizadora autodidacta que igual campea en la ficción que en el documental: igual ha llevado a pantalla las aventuras de un kinder que la historia de una vedette. Una de las directoras eventuales de la verdaderamente importante sección del Festival de Cannes, la Quincena de los Realizadores, de Claire Simon se ha dicho que su carrera “está fuera de cualquier norma” y que ha encontrado cómo evolucionar: “a través del deseo”.
Y es que en el principio, se encuentra el deseo: es más que notorio un impulso romántico en este filme naturalista de una firme belleza asentada en el paisaje sinuoso, cálido y sensual, más que cercano al de la adolescente que juega con su recién descubierto erotismo en “Belleza robada” de Bertolucci, que al de la adolescente stalker de los paranoicos thrillers americanos chiquillas obsesivas. La cámara a través de una composición fotográfica rápida y sencilla –que nos remite al documental- fácilmente reproduce el ansia de una jovencita que envía mensajes poéticos telefónicos a través del nuevo cíber-lenguaje. Es como si la fotografía –realizada por la misma directora- jugara a escribir con la única regla del ardor, traducido brillantemente en una se su secuencias como un apuro telefónico: una serie de mensajes adolescentes de contenido ardiente pero fugaces –sin remitentes pero llenos de pasión.
Un punto a destacar de este bellísimo filme es el elegantísimo y sutil diseño de producción que a través de objetos, muebles y colores concitan los universo femeninos en paralelo de las mujeres, objetos mismos que a la vez despiertan y envuelven al espectador con guiños varios, casi subliminales: las almohadas con figura de ojo, los retratos que fungen de espejo cuando una de las actrices nos da la espalda, los insectos guardados en cajas de cerillas, los techos que apenas soportan el cuerpo del ágil bombero, el espantapájaros en llamas… Al principio está el deseo, pero al final, el mismo ya ha cundido hacia todo el filme haciéndolo arder como el sol al campo de Provenza.
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