martes, 13 de julio de 2010
MY WINNIPEG DE GUY MADDIN
El inicio del cine fue a través del documental: como bien sabemos registrar la realidad no fue un límite y sin embargo, conforme al paso del tiempo, la distinciones entre ficción y no ficción se hicieron tan limitantes para el desarrollo estético y cinemátográfico del documental, que la percepción de este para muchas personas es la de un reportaje muy hablado con formato televisivo (a lo Discovery o a lo Michael Moore).
Sin embargo siempre han existido realizadores y críticos del documental que lo han liberado de su encorsetamiento señalando la imposibilidad de lograr la tan mentada objetividad de la que se precian sus puristas. Una vez rota esa barrera, sucede justo lo que Jorge Luis Borges hizo notar en la literatura: la realidad siempre cede con facilidad, la imaginación lo devora todo. Y he ahí el nacimiento de nuevos documentales subjetivos que han adquirido la modalidad de memorias, confesiones, cartas de amor, psicoanálisis y todo lo abarcado por la realidad fuera de los parámetros científicos.
Añádase a esto, la personalidad de un cineasta estilista enloquecido e inclasificable, proveniente del underground cinematográfico canadiense para contar en forma de memoria, la historia de amor/ odio que lo une con su ciudad de nacimiento y el resultado es My Winnipeg de Guy Maddin, una potente, adorable y divertidísima dosis de docu-fantasía; “una memoria experimental no ficticia” en palabras de su realizador.
Ya sabemos que lo inesperado es lo único seguro que tenemos al acercarnos a la obra de Guy Maddin (creador de imágenes icónicas como la de Isabella Rosellini entonando The Saddest Music in the World, o el érotico musical busbyberkeliano/ kennethangeriano llamado Sissy Boys Slap Party, y al acercarse al documental, el director sigue en su impresionante línea: “En mis filmes he utilizado el referente de Luis Buñuel que quizá no les sorprenda; La edad de oro y El perro andaluz, en las que colaboró con Salvador Dalí… son bizarras y surrelaes pero hay mucha honestidad sicológica en ellas, además de ser universals y atemporales” dice Maddin.
Con un montaje brillante llevado a cabo con planos de found footage junto con nuevas imágenes en un nítido blanco y negro, el discurso visual de My Winnipeg igual toca las animaciones diseñadas por el gobierno canadiense con fines didácticos, que fotografías personales, imágenes porno, nostálgicas recreaciones de bailes clásicos canadienses y escenas nuevas del actor fetiche de Maddin, Darcy Fehr, caracterizando aquí a Maddin, así como de Ann Savage, personificando a la madre del director (actriz a quien él define y hace actuar a un nivel tal de opacar y hacer morder el polvo a la mismísima Bette Davis).
La edición -casí melódica, usando igual repeticiones, silencios, sobreimposiciones y armonías varías- sucede a través de una ilustración visual que contesta de manera reverberante tanto a canciones antiguas como a sonidos minimalistas y al monólogo interior en voz off del narrador (Maddin), quien nos cuenta en primera persona, esta memoria en círculos, de manera hipnotizante.
¿Qué es lo que paraliza a este director de abandonar Winnipeg e irse a Toronto… o a Hollywood? Ciertamente no es una respuesta que nos puedan ofrecer Los Tres Amigos o cualquier cineasta emigrado. Aquí el punto es que Maddin es un cineasta cuya imaginación desbordante e inabarcable (hasta para el más cosmopolita de sus compañeros realizadores) reconoce que ésta sí tiene una raíz geográfica, la misma que también le funciona de crisol y disparador.
Winnipeg es un estado mental para Maddin. Es un lugar donde no es apreciado (“En Canadá estamos acostumbrados a minimizar cualquiera de nuestras figuras”), donde no obtiene el mejor de los trabajos, es su lastre y también su cañón de lanzamiento: la relación es casi edípica pero su resolución se vislumbra imposible, un desafío a lo freudiano. Es claro que para Maddin, Winnipeg es la representación geográfica del amor: “Love me, love my Winnipeg”. Y el cine es, ante todo, un acto de amor.
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