domingo, 4 de julio de 2010
Apuntes sobre el AVATAR de James Cameron
Me parece que la mayoría de las críticas sobre AVATAR se van de manera obvia sobre su historia y sus efectos. Si bien es una obra maestra de la ciencia ficción con un guión estupendo que cuestiona abiertamente la política belicista americana y sobre todo subraya la maldad estúpida del imperialismo que arrasa con cualquier imperio, ecológico o no, me parece que el triunfo de Cameron radica –además de su exitosa capacidad como productor/realizador demostrada al volver a imponer la moda del 3D en los cines del mundo (él estuvo detrás del resurgimiento de esta tendencia apoyando la mayoría de los filmes 3D que vimos la pasada década, con el fin de que las salas y los productores se dieran cuenta de la viabilidad de un exitoso filme diseñado para ese sistema, o sea el suyo)-, en utilizar el 3D como un vehículo estético para interrogar la identidad.
El nombre Avatar nos recuerda al de Persona, de Ingmar Bergman, un grandioso filme intimista sueco, donde se interrogaba al título –que antes denominaba a la máscara que utilizaban los actores en el teatro y que acabó significando su opuesto: la identidad, la unicidad, el ser. El Avatar es un ser habitable con el alma de una persona a través de una máquina: es un disfraz, un cuerpo que se posee técnicamente, lo virtual re-hecho carne.
El cine es también una forma de Avatar y con ayuda de esos lentecillos medio incómodos, somos envueltos en ese juego de profundidad de campo impresionista que se salta la imagen pictórica, para que su dinamismo nos ayude a cuestionarnos la persistencia del encuadre –siempre perfecto, siempre devastadoramente único, rectangular, enigmático por todo lo que deja fuera, en nuestra imaginación, el cine que no se ve diría Jean Claude Carriere- sobre todo en las escenas dentro de Pandora, plagada de la fauna más fantásticamente hermosa, arrobadora e incandescente, vista desde la Fantasía de Disney: un 3D utilizado de manera estética dando –ahora sí- sus primeros pasos a territorios estéticos comprometidos, cuestionando de paso lapiedra de toque de un lenguaje centenario.
Y es a través de su Avatar, que el paralítico personaje protagónico de Sam Worthington (escoria social y next best thing como personaje, pero actor ya deíco desde su integración a la saga Terminator), otro de los Cristos posmo de la filmografía de Cameron, aprende que no es la humanidad lo que lo define y como tal, al final, de manera histórica. Decide renunciar a su cuerpo para NACER como un na´vi –las maravillosas criaturas que habitan Pandora y que a través de un árbol se comunican con su entorno espiritualmente a través de redes sinápticas similares a las de nuestro cerebro: el animismo ecológico budista.
Este filme realizado en la época Obama, va más allá del realismo racial, de la presentación de personajes femeninos fuertes y maravillosos –una Ripley terrenal (Sigourney Weaver), o la actuación animada de Zoe Saldaña, que es verdaderamente un tema para la teoría cinematográfica: hasta qué grado fantástico ha llegado la animación para que se puede conjugar de manera perfecta con el trabajo actoral de una mujer que no aparece como tal en la película –y que sin embargo está ahí-; de unos humanos demoniacos –sardónico Giovanni Ribisi, Stephen Lang vuelto robot asesino-; o de la creación de universos paralelos intoxicantes, para proponernos una Utopia espiritual y trascendente, una fantasía abierta pero no condescendiente, altamente sentimental y entretenida: una ficción de genio –y aplico este término, sin temor a que sea prematuro: Cameron me hace pensar en ese Hitchcock adorado por las audiencias y denostado por la crítica más chata existente –y por desgracia, persistente.
¿Es el filme Avatar, el ávatar de nuevas posibilidades para el arte audiovisual popular? ¿Adonde irá el cine espectáculo? ¿Qué otra maravilla se gesta en la mente de Cameron?
Y mientras, la basura de esa gran directora Bigelow -The hurt Locker- empequeñece día a día...
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