miércoles, 6 de octubre de 2010
AÑO BISIESTO Y LA NARRATIVA DEL CINE COMO RELOJERÍA FINA
El retrato de una soledad femenina, triste y enclaustrada, que echa vapor masoquista a todo lo que da. Esa podría ser una sinopsis.
Quien quiera ver Año bisiesto, la película mexicana y primera del australiano Michael Rowe, como un filme sicologista de personajes se equivoca: su narración podría estar disfrazada como tal, y evidentemente es un asidero para templarse ante la exposición de actos sexuales de un par de personajes con fisiologías que no forman parte de la estereotipia de la estética erótica mexicana enganchados en prácticas tan poco visualizadas como el sadomasoquismo doméstico alejado de la juguetería sofisticada disponible en las sex shops.
Pero si revisamos los personajes encontramos que el masculino es el más completo y el que mejor describe los mecanismos de un machismo más cosmético y preformativo que entrañado culturalmente. Y que el femenino juega a ser una esfinge a través de prácticas promiscuas –más cercanas a las de los personajes gay del maestro Dennis Cooper, que a las aberraciones de la heterosexualidad femenina de la concitadora de infiernos Elfride Jelineck. Ahí se podría empezar a cuestionar ciertas inconsistencias, como deudas a Brooks o a Oshima y cierta sensación de arranque tardío con escenas que sin embargo van dando consistencia sin anegarse nunca en lo gratuito, pero el argumento de este filme sobre la temática de la miseria sexual mexicana es literatura cinematográfica pura, lista para movernos el piso con una sencillez rotunda y admirable.
El guión de Año bisiesto es un relojito de trascendencia que a través de la acumulación de anécdotas sosegadas, termina por construir el sentimiento de la ternura en un delicadísimo equilibrio concebido antes sólo por directores con una carrera larga.
Así como Sade planeaba llegar al cielo a través de la abyección, la anécdota y la dirección de Rowe logra un remate consistente –trascendente diría Schrader- que cala en el espectador con algo muy cercano a lo satisfactorio y lo placentero, pero igual de desconcertante y agobiante que el filme en su conjunto.
Ambos actores –Mónica del Carmen y Gustavo Sánchez Parra- nos llevan con su trabajo en un tour de force realmente inesperado en cuanto a su concentración, sostenimiento y fuerza, calidad que pone en vergüenza y aprietos a la mayoría de los seudo-actores actuales y les pone un nuevo reto. Al igual que la realización a nivel guión y realización de este filme, insólito en la mediocridad patente de la casi toda la producción nacional
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